Era abrir una puerta. Siempre la misma, a la misma hora. Con la misma cara, la misma frustración y con el estómago igual de encogido que siempre. Rutina, llevas el nombre de desastre, de algo que queremos evitar y que cuando nos giramos la tenemos de la mano.
Es un deseo de tener a alguien detrás de esa puerta que te sonría y te dé las buenas tardes. Es un quiero y no puedo constante. Él es así, y yo no le soporto. Parece que solo lo veo yo, pero no me va a volver loca un crío de doce años. Quizá me haga romperme en mi habitación con ‘A thousand years’ sonando de fondo y que eso lleve consigo una almohada empapada por algo que odio decir y que si no son de felicidad, las suelo ocultar en público. Sí, lloro. Mis lágrimas me inundan la habitación. Pero en verdad es de la única forma que no me hundo. Me lleno de aire los pulmones y empiezo a decirme un montón de cosas que a veces me faltan de otras personas que no son yo. O eso, o yo soy muy exigente.
¿Y si es un problema? ¿Y si de verdad solo veo yo que vaya en contra de mí ese canijo? No es ese el problema, porque ya ves tú, uno más en mi contra, pst. Lo que me termina fulminando es sentirme sola, que nadie esté de mi parte en esta convivencia 'familiar', en el día a día. Eso es lo que me machaca hasta la saciedad. Eso y que cada vez se puede confiar en menos gente. ‘No todos son hermanos, y cada vez quedan menos’. ¿En serio merezco esto? Debí de ser muy hija de puta en mi otra vida para tener este Karma diario.
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